En Valparaíso, Cecilia Fernández construye el museo del abandono en un enorme y precario edificio del cerro Polanco. Es un mundo que mezcla realidad y fantasía; arquitectura y alquimia. Mientras termina el rescate arquitectónico, prepara las impensadas colecciones que mostrará: cosas viejas y pequeñas historias que toman su lugar como obras de arte.

Fuente: Revista Vivienda y Decoración, El Mercurio

Texto, Paula Donoso Barros. Fotografías, Carla Pinilla Grandé. Nadie sospecharía lo que ha ocurrido en la calle Simpson, entre Cicarelli y Fermín Vivaceta, en el cerro Polanco de Valparaíso. En una vieja construcción de dos pisos que reunía, ocultas tras su nobleza exterior, catorce casas míseras. Una especie de cité de principios de 1800 donde, sin un rayo de luz, las familias debían apretujarse en sus espacios como si habitaran las galerías húmedas de una mina. Eso vio Cecilia Fernández cuando entró a la casa en 2005. Y con una mirada que solo ella puede tener, la imaginó convertida en miradores, patios abiertos y mucha luz. En el espacio preciso para el que sería su Museo del abandono. -¿Por qué Museo del abandono? Porque Polanco es abandono. Casa por medio está abandonada y eso destruye las construcciones y las comunidades. El abandono se expande, destructivo, si no lo recuperas. ¡Úsenme, Úsenme, no estoy muerta!, dicen las cosas en abandono. No es basura, la basura, que se vaya. Pero el abandono lo ves en tantas cosas: en una plantita botada, que si uno recoge, la riega y le habla, florece; en los gatos, en los perros, en las guaguas abandonadas. En las maderas, en los objetos. Si se cuida, todo agradece, renace, todo tiene otra vida. Empezó con los trabajos de limpieza casi a pulso. Aparecieron ladrillos, muros de piedra bajo capas y capas de entablados, de estucos, de pinturas diversas puestas en distintos tiempos para dar color. Unos sobre otros, verdes, esmeraldas y celestes que Cecilia lijó, limpió y fue enmarcando sobre la pared como obras de arte hechas por el tiempo.

Abrió un mundo tan mágico como real que pretende inaugurar el próximo año "para cobijar los sentimientos, olores, ruidos, objetos" que han acompañado su historia personal y que no está dispuesta a contar. Su mente viaja más rápido que la de cualquier mortal. Cecilia, "la mujer de las erres", que por consigna en la vida tiene remendar, reparar, restaurar, recorre el lugar vestida con la chaqueta que fue de su papá, convencida del poder de las energías que conservan las cosas. Es la que usa siempre, también la llevaba el año 2002 cuando se empeñaba en revitalizar el cerro Polanco. Ella mira e inventa. Su hijo arquitecto, Nicolás Ducci, durante dos años trabajó en la recuperación del edificio. Se encargó de traducir en arquitectura las imágenes que Cecilia diseñaba, y sumó su mirada artística para crear vanos, escaleras  donde nunca las hubo, miradores y lucarnas. La recuperación arquitectónica en sí forma parte del guión del museo. "La lógica de todo esto es que aquí no se compra nada. Todo se recupera", dice Cecilia. Lo que sale de un sector se reutiliza en otro. Con vigas se hicieron bancos de descanso; un poste de roble de más de cuatro metros que encontraron flotando en el muelle Barón cuando lo reconstruyeron, estuvo guardado por años hasta que encontró sulugar aquí, como eje estructural. Con ladrillos antiguos Nicolás reinventó arcos de medio punto sobre los dinteles de nuevas puertas.

Cecilia decidió que el espacio acogiera un patio Zen y uno francés, con espejos de aguas, canaletas y una cascada; uno con pavimentos de piedras negras que trajo de la playa de Pucón; con baldosas viejas el otro. Y además, balaustradas y adoquines encontrados por ahí y por allá. La vida de Cecilia Fernández está en el museo. Quedará expuesta junto a galerías de esculturas, salas con muestras de artistas contemporáneos, y un teatro bautizado Paz Irarrázaval en homenaje a su tía actriz. Porque Cecilia no abandona. Ni cariños, ni recuerdos, ni épocas pasadas. "De todo voy dejando huellas. Para que nada borre lo anterior".

El círculo que Nicolás abrió en el cortafuego que apareció al centro de la casa, con el que enmarca la diferencia entre el patio Zen y el jardín francés, tendrá a uno de sus lados una biblioteca, justo antes de entrar a la sala de jardinería. Ahí Cecilia trabajará sus topiarios, y la gente la verá en una de sus faenas más cotidianas, entre acequias de agua, rumas de tierra, plantas y herramientas, porque el museo, en definitiva será su casa. Allí recibirá a los grupos que lleguen en bus, con visita previamente concertada. Al frente de la jardinería, estarán sus piezas de costura y de carpintería. Las tres áreas en que ha trabajado toda su vida, tal vez porque su imaginación siempre está un paso más adelante de lo que hay en vitrinas.

En otra de las salas instalará los bancos de madera donde se sientan los maestros que han trabajado en la obra, durante su hora de descanso. "Voy a hacer una pieza entera con sus cosas: el anafe, los mates, los pisos, ¡una belleza! me alucinan los bancos de los maestros". ¿Cuál es el atractivo en eso? -Es la situación, lo que pasa en ese mundo, la relación que se genera, y que no se da en un living sofisticado, porque ya ni siquiera se usan. Los livings están en el abandono también. ¿¡Quién los usa!? Desde el patio central se verá como una pequeña ciudad, con casitas con puerta y ventana, y los muros de calamina, tal como llegaron hasta ella, teñidos de óxido, "con la belleza del tiempo".

-Una de las puertas representará la casa de quien fue mi nana cuando yo era chica. Tendrá una artesa, estará el banco donde conversábamos en el jardín, que lo tengo guardado, y le voy a hacer un parrón. Afuera dirá Esmeralda 6060, que era su dirección. Todas las casas de esta pequeña ciudad serán vivencias mías. Estarán todas aquellas donde he vivido: 5246 Loughboro Road en Washington, y en Santiago, la de Montecasino y la de Asturias 260. Es una ciudad de recuerdos, de mis vivencias. Al mismo tiempo el museo ofrecerá espacios contemporáneos donde hay un mirador, se abrirá una cafetería y un muro en donde se proyectarán películas. También una tienda, que todavía no sabe bien qué venderá. Y en el segundo piso, el salón, "a todo dar", con un amoblado del 1700 que fue de su familia, y todo el comedor que tenía su abuela, aunque el juego de loza se lo robaron en una noche y solo le quedó una tacita de café. -Estoy exhausta. No puedo delegar nada porque el museo soy yo. Cada detalle es fundamental para lo que quiero. Debo verlo todo porque cuando trabajas con cosas tan deterioradas, las cosas se pueden convertir en una chacra o en arte. ¿Y qué quieres que pase? -La persona que venga va a revalorizar lo que tiene. Tenemos que dejar de botar cosas; de abandonar la silla de madera para comprar la de plástico, mientras la madera, que realmente tiene valor en sí como material, está botada. Hay que revalorizar lo antiguo. En lo que yo tenía en mi casa y deseché por moda, está parte de nuestra idiosincrasia. Quiero cambiar la filosofía; que la gente vea espacios bonitos con cosas que no he dejado que caigan en el abandono.

¿Y para ello el formato es un museo? -Los museos ya están obsoletos. Necesitamos otro tipo, y eso quiero rescatar con este Museo del Abandono: cómo hacer que la gente que no tiene cultura de museo, ni cultura siquiera, se interese en ellos. El museo le tiene que mostrar sus cosas y el visitante tiene que reconocerse. Ver lo cotidiano, ver el mismo cacharro que botó pero expuesto de tal forma que se convierte en una obra de arte. Eso es lo que quiero: que el Museo del Abandono rescate las cosas que el tiempo ha abandonado, tantas cosas que se han ido perdiendo, y que les dé cobijo para recuperarlas como parte de una idiosincrasia que nos empeñamos en borrar. "El abandono está en todo: se abandona una costumbre, una forma de vivir, un mueble, un oficio".