Desde sus primeras exposiciones a comienzos de la década de los 90, Natalia Babarovic (Santiago, 1966) se mostró como una pintora, que podía conjugar la tradición, con la ruptura. En aquellos años, dominados por el lenguaje instalativo y fotográfico, su trabajo aparecía quizás más tradicional por elecciones temáticas como el paisaje o el retrato, pero ya desde el montaje y la división del plano pictórico, proponía una reflexión sensible sobre la historia de la representación y las posibilidades del discurso de la pintura a partir de una tradición tan local, como la Escuela de Arte de la Universidad de Chile. A partir de esos antecedentes, paulatinamente incorporó nuevos elementos a su propuesta, desde el archivo fotográfico de su abuelo, a los pantallazos de películas o videos de épocas y géneros diversos. En su pintura comenzó a colarse la historia de la imagen y sus múltiples tecnologías. El color y la factura de la artista dan cuenta de eso, y a partir de aquellos modelos (y de las múltiples referencias poéticas y literarias que permean naturalmente en su obra) Babarovic ha construido una de las obras más reconocibles de nuestra escena, poblando sus telas o cartones de un imaginario misterioso y elocuente.