Por Francisca Jiménez
Me encantan las reproducciones precolombinas. Grande fue mi sorpresa al conocer recientemente a un artesano experto en hacer este tipo de piezas arqueológicas en una feria donde se expusieron variados productos hechos a mano.
Fue ahí donde hubo un objeto que me llamó especialmente la atención: una reproducción de la cultura molle.
Javier Neira Stuardo, el autor de la pieza, me contó acerca de cómo las realiza. Fue una verdadera clase magistral respecto a la investigación y proceso que realiza para obtener estas obras.
Así fue que me enteré que la cultura molle fue el pueblo antecesor a los llamados diaguitas chilenos. Además de ser los primeros alfareros de la zona semiárida de nuestro país, unos 150 años antes de Cristo. Este pueblo se desarrolló en el llamado Norte Chico entre el 300 a.C. y el 800 d.C. Los sitios, ubicados en la IV Región, se encuentran al sur de la Quebrada Los Choros hasta la zona de Illapel y Salamanca, en las cercanías del Choapa. Pero también se hallan en la zona de Río Hurtado.
Su trabajo en la cerámica se caracterizó en cuanto a una mayor altura de las piezas, las que tenían una notable simetría espacial y bases planas, diferentes a la diaguita. Por lo general, estas figuras representaban el desarrollo de la tradición pastoril, por lo que los motivos solían ser animales. Las rayas pintadas y la geometría eran parte de las figuras zoomorfas.
Posterior a la cultura molle se desarrolló la de las Ánimas, entre el año 800 al 1200 d.C. Un tanto diferente a la primera, esta población aglutinó pastores, agricultores y pescadores. Si bien sucedió a los molles en términos cronológicos, no necesariamente fue continuadora de su cultura. El territorio de las Ánimas abarcó el valle de Copiapó (y parte de su litoral) y las cuencas de los ríos Hurtado y Limarí. Posterior a estas culturas vino la diaguita, que sobrevivió a la invasión incaica, pero no así a la española, ya que prácticamente fue absorbida por el nuevo sistema imperante que rigió durante la Colonia.